Nada. Eso era lo que habíamos conseguido hasta el momento estos días. Bueno, sin contar unos cuantos moratones, unas monedas de más y un par de compañeros. Ni tan mal, pero ni idea de lo que estaba sucediendo en Sadgrum. Quizás todo fuera obra del dios menor Jokag, el mutable. En todo caso, estábamos perdiendo el tiempo.
Las viejas minas, situadas en las colinas de Montes Negros, parecían nuestro siguiente paso lógico y posiblemente el más peligroso. Eran una serie de túneles de varios niveles de profundidad que ahora nadie se atrevía a pisar y que se usaban en numerosas historias para asustar a los niños.
El gélido viento del norte azotó nuestros rostros, dejándonos helados, hasta que conseguimos llegar a la entrada. Para ser un lugar abandonado había un montón de huellas superpuestas, como si hubiera una gran actividad en la zona. Mal asunto, pero por algo habíamos venido, volver atrás no era una opción.
Nos adentramos en la oscuridad, la luz de la antorcha parecía oscilar con las corrientes de aire hasta que empezamos a adentrarnos cada vez más en los túneles. Al poco de iniciar la marcha, activamos sin querer una trampa de mecanismo, que hizo que un conjunto de dardos se disparara desde la pared opuesta, con tan mala suerte, que justo se cruzaron en mi camino y varias me rasgaron la pierna y el costado, aunque no llegaron a acertar su objetivo.
– ¿Estás bien?
– Si – contesté – He tenido suerte, pero está claro que alguien no quiere visitantes.
Centramos nuestros esfuerzos en prestar más atención en el camino. La pierna me dolía, pero si a esas alturas no sufría mareos, fiebre o alucinaciones, posiblemente era una buena señal, porque quería decir que los dardos no estaban envenenados. Descendimos un nivel más y a partir de ahí se desató la pesadilla. Un pasillo estrecho dio paso a una sala, que a su vez comunicaba con otra. A cuál peor que la anterior. No sabría decir qué cantidad de murciélagos y ratas pudieron llegar a salir de los rincones, pero parecían no tener fin. Lo peor no eran los mordiscos, que llegaban a todas las partes del cuerpo, sino el terror que infundían esos ojos rojos.
Estábamos totalmente acorralados. Nuestra esperanza menguaba y cada mordisco era peor que el anterior. Hasta que no pude más. Mi ira venció al dolor y perdí totalmente el control. Solté la espada, no la necesitaba, para coger una pequeña daga que tenía escondida. Me arranqué la rata que en ese momento me estaba mordiendo el brazo, aún cuando pareció llevarse un cacho de carne. Me daba absolutamente igual todo. Con decisión empecé a pisar, golpear y apuñalar como una loca a cualquier animal que se tropezara en mi camino. Y en cuanto tuve un poco de libertad hice lo propio para ayudar al resto. Primero fui hacia Broj, que en cuanto se liberó de las bestias se apartó, sabía que en esos momentos era mejor estar bien lejos de mi. Paré momentáneamente agotada y llena de sangre que salía de los mordiscos, mientras Adrel, ya libre gracias a Broj, se dirigía hacia su hermano.
Broj cojeaba, pero se detuvo un segundo para comprobar cómo estaba.
– Joder estoy bien, ve a ver al chico y a su hermano.
En el fondo le encantaba verme desatada, sus ojos bien podían decir perfectamente “tu y yo, aquí, salvajemente, ahora”. Pero, todo fue aún peor. Los gritos de Adrel hicieron eco en la sala, era demasiado tarde para Don, quien estaba siendo devorado por una multitud de ratas. Broj sujetó al chico antes de que cometiera una locura y yo vertí el combustible que nos quedaba para encender la antorcha encima de las ratas y seguidamente, con la fuerza que me permitió el brazo, dejé caer la antorcha encima, que casi impacta fuera de la zona. Las ratas que no se quemaron huyeron al instante.
Era el momento de salir de ahí, al menos por ahora. Cogimos los restos de Don para poder enterrarlo como era debido. Lo siguiente fue salir de ahí cagando leches como pudimos, sumidos en la total oscuridad y palpando las paredes, pues todo lo que nos quedaba de luz se había quedado ardiendo atrás.


