Neeya iba delante. Como siempre, claro. Es lo que tiene ir de viaje una humana y un mediano, que alguien tiene las piernas más largas, y contra eso no se podía hacer nada.
– ¡Eh, soñador! ¡Espabila! – le gritó la barda el final del camino.
Como si saliera de un trance, Ankor vio que se encontraba a una distancia considerable de su compañera de aventuras, probablemente al haber aligerado el paso por estar distraído rememorando el momento en el que se conocieron, aunque no terminaba de tener claro el por qué le había venido de vuelta esa historia a su mente. Ya hacía más de medio año que estaban viviendo aventuras juntos, así que no tenía mucho sentido ese momento de añoranza, pero no importaba. Sabía que, cuando llegara a su altura (no sin cierta ironía), ella le deleitaría con alguna pullita.
– Bueno, qué. ¿Aún dándole vueltas a lo de Phandalin?
– Eh… si, justo eso… – contestó el pícaro, sorprendido porque no haber recibido un comentario mordaz por parte de ella.
– A ver, en el peor de los casos lo que puede ocurrir es que lleguemos y no encontremos nada. Si es así, te dejaré amordazado boca abajo colgado de un árbol, y yo seguiré mi camino. – sonrió y continuó andando.
Ankor tragó saliva y corrió para no quedarse atrás de nuevo. Desde luego, había mucho en juego en esta empresa que acababan de iniciar, empezando por su pellejo (aunque no terminaba de tener claro si hablaba en serio o en broma, pese al tiempo que ya se conocían). Aquel papel medio arrugado que, casualmente, se cayó de una cartera de doble cierre Wellington mientras él se chocaba casualmente con su dueño mientras andaba por la calle, tenía más valor que todas las bolsas de oro que había encontrado -de la misma manera que la nota ya mencionada- durante la última semana. O eso quería creer, ya que se lo había vendido de esa forma a Neeya. Y ahora estaba en juego su reputación y, tal vez, su integridad física.
Tras varios días de ruta, Phandalin apareció ante sus ojos. Y, quizás, el secreto de Ignadur con ella. Las pesquisas del anterior propietario -las cuales nos habían ahorrado un montón de trabajo y semanas perdidas- habían concluido que la zona de búsqueda se encontraba donde hoy día se situaba esta ciudad cuya economía se basaba principalmente en la minería, por lo que era el punto de partida para continuar la búsqueda.
Ankor y Neeya decidieron comenzar reconociendo la ciudad para ver los recursos con los que podía contar: una posada con una taberna una al lado de la otra (ideal para beodos), una tienda de suministros, un bazar donde se comerciaba con armas y armaduras, una casa de cambio donde los mineros de la zona transformaban menas y piedras preciosas en dinero, una iglesia derrumbada dedicada a un dios probablemente bastante cabreado, un santuario desgastado cuya utilidad no queda muy clara, y la casa consistorial desde la que se gobernaba la ciudad. Dentro de la casa consistorial pudieron conocer a Harbin Wester, el alcalde y banquero del pueblo. O, más bien, no le conocieron. Aquel hombre sufría una antropofobia aguda que solo le permitía interactuar con la gente a través de una puerta de roble de ocho centímetros de ancho.
– Menudo personaje – comentó Neeya mientras se alejaban de la puerta de la casa consistorial.
– Y que lo digas.
– ¿A dónde vamos ahora?
– No se tú, pero después de tanta charla yo tengo la lengua seca y necesito un trago – contestó Ankor, dirigiéndose a la taberna.
– Vamos a dejar antes las cosas en la posada y después ya nos tomamos algo.
– De acuerdo.
En pocos minutos se encontraron en la posada Rocacolina, la cual se veía modesta tanto por fuera como por dentro. El dueño se llamaba Toblen Rocacolina, un humano de aspecto mediano que había venido a buscar fortuna a Phandalin en las minas de la zona, aunque pronto se dio cuenta que le daba mejor regentar este establecimiento. Pagaron el alquiler de un par de camas para los próximos días y, tras despedirse del propietario, accedieron al edificio colindante donde se ubicaba la taberna.
Pese al ajetreo que habían estado viendo por las calles desde que llegaron, la visión de la taberna fue más bien algo deprimente: la sala tenía una luz tenue que no hacía ningún bien al mobiliario; dos enanos murmullaban malhumorados en su idioma mientras sujetaban una jarra cada uno; otro humano jugueteaba con el contenido de un vaso oscuro mientras se encontraba cabizbajo en una esquina; y una camarera humana que contrastaba bastante su belleza con el tugurio en el que limpiaba y recogía las mesas. En la barra se encontraba un humano de aspecto grotesco, calvo, sudoroso, con el poco pelo que le quedaba brillante de lo grasiento que lo tenía, apoyado en la barra con el codo mientras se sujetaba la cabeza con una mano y la otra trabajaba en la mina local que residía en su nariz.
Se acercaron a la barra para pedir un par de cervezas y así aprovechar para obtener algo de información por parte del tabernero. Como no había taburetes y Ankor no conseguía asomar la cabeza, fue Neeya quien pagó y habló con el espeleólogo:
– Gracias. Por cierto, por casualidad no le sonará algo cuyo nombre es Ignadur, ¿verdad?
– No, no tengo el placer. – contestó el tabernero mientras volvía a su afanosa tarea.
– ¿Y qué puede contarnos entonces sobre la zona? Acabamos de llegar y nos gustaría estar informados.
– Los asquerosos orcos han vuelto a las andadas. Ya nos dieron problemas hace unos años, cuando yo era un guerrero, cuando…
Mientras Neeya se maldecía a sí misma por haber dado abierto aquella caja de Pandora de batallitas, Ankor vio que la camarera se disponía a limpiar una mesa cercana a donde estaban, por lo que decidió sacar a relucir su sensualidad en busca de información y «lo que surgiese». Mientras se preparaba para entablar conversación, la casualidad de que se cayera un vaso rodando hacia él le dio el momento ideal. Lo recogió sin apenas agacharse (alguna ventaja tenía que tener) y se lo tendió mientras le dedicaba una sonrisa.
– Muchas gracias – respondió la camarera.
– De nada. Hay que tener cuidado con estas cosas, o son capaces de rodar millas con tal de perder de vista a sus legítimos dueños.
La camarera soltó una carcajada y le sonrió. Buena señal. Tras secarse una lágrima que se le estaba escapando, continuó:
– Sí, te entiendo. He perdido cosas en mi habitación que han aparecido a los tres días, aún no sé ni cómo.
– Yo también. Aunque algunas de ellas sí que merece la pena perderlas, no sé si me entiendes – dijo Ankor mientras le guiñaba un ojo.
La camarera bajó la mirada un momento y se sonrojó. Levantó la cabeza e iba a decir algo cuando sus ojos enfocaron por encima del pícaro y vio un atisbo de terror en su mirada que le hizo cerrar la boca inmediatamente. Se oyó una voz que le resultaba familiar, pero con un tono mucho más tétrico:
– No estarás intentando embaucar a mi hija para hacer algo con lo que se arrepentiría rápidamente, ¿verdad, mediano?
Ankor se fue girando lentamente para encontrar al tabernero justo a su espalda, con una mirada asesina en sus ojos. Tragó saliva y pensó cuidadosamente sus palabras:
– Eh… no, señor, para nad… – el tabernero le soltó un puñetazo en plena mandíbula que lo dejó casi noqueado al instante. De repente comenzó a flotar y vio cómo la puerta de entrada se acercaba rápidamente sin que pudiera hacer nada. El tabernero la abrió de una patada y le lanzó al medio de la calle, con la suficiente práctica como para hacerle aterrizar de cara en el barro.
– ¡Y NI SE TE OCURRA VOLVER POR AQUÍ! – gritó mientras cerraba dando otro portazo.
Neeya, que parecía haberle robado sus poderes de pícaro, estaba fuera con él mientras le ayudaba a recuperarse.
– ¿Estás bien?
– He estado mejor – contestó mientras escupía un diente al suelo. – Menudo gancho me ha dado, ni lo vi venir. ¿Y quién iba a decir que esos dos eran familia? Se parecían como el día y la noche.
– Es que su madre era elfa – contestó el hombre que se encontraba anteriormente en la esquina de la taberna y acababa de salir por la puerta. – Ya os podéis imaginar cómo son de sobreprotectores los padres con los hijos que trabajan en sitios así. Me llamo Brand.
– Muy bien, Brand. Nosotros somos Ankor y Neeya. ¿Por qué nos cuentas todo esto?
– Porque dentro os he escuchado preguntando por Ignadur. Y yo puedo ayudaros.
Brand les llevó a un lugar más discreto y empezó a hablar sobre una montaña que estaba a tres días de viaje, pero no sabía en qué dirección; sobre una mazmorra con un poderoso secreto; sobre algo llamado «La Senda de la Muerte»; y que Phandalin era la clave, donde residían todas las piezas del puzle.


