Dungeons and Dragons,  Trasfondos

El encanto del pícaro7 min

Ravnica era una ciudad llena de oportunidades. Si sabías dónde buscar, claro. Y Ankor lo tenía claro desde el primer momento en que puso rumbo hacia ella. Llevaba una semana en la ciudad y ya había conseguido sacar tres artefactos mágicos de sus respectivos hogares sin ser detectado. Claro que eso es bastante fácil cuando eres un mediano que sabe ser discreto en una ciudad gobernada por diez clanes, a cada cual más elitista, y cuyos habitantes eran más altivos que los elfos de la Primera Era. Eran gente que siempre tenían que mirar por encima del hombro (sobre todo a miembros de clanes ajenos al suyo), y eso facilitaba mucho las cosas.

Mientras indagaba buscando un nuevo objetivo, se vio arrastrado y empujado contra una pared ante una comitiva de varios guardias que protegían a su señor.

-¡Fuera de nuestro camino, indigente! – gritó uno de los guardias tras estamparle sin siquiera girar la cabeza.

Tras recuperar el aliento y la compostura por el empujón, vio entre los guardias algo que le dejó embelesado, cuya belleza le hizo sentir una atracción tan fuerte que abrumaba. Dentro del séquito había una humana joven, morena, de piel tersa y delicada, con unas vestimentas de seda y encaje que la distinguían incluso dentro del grupo. En sus manos tenía un laúd que acariciaba delicadamente con las yemas de los dedos, obteniendo unos acordes sencillos pero armoniosos que acompañaban a su melodiosa voz. 

Tras girar la esquina, Ankor se sacudió momentáneamente la cabeza y empezó a seguirlos. Sabía que un sentimiento tan fuerte era amor a primera vista. Apenas le había ocurrido un par de veces en toda su vida, pero siempre había hecho caso a su instinto y le había ido bien, de una forma u otra. Pero en esta ocasión era diferente. Nunca había tenido tal obsesión por una humana, por lo que solo significaba una cosa: que el laúd era mágico; por lo tanto, valía dinero. Mucho dinero. ¿Algo tan sencillo con esa capacidad de persuasión? Probablemente su precio era diez veces más que los tres artefactos que ya tenía en su poder, por lo que se convirtió en el candidato idóneo para cerrar esta etapa en la ciudad y huir con el botín en cuanto fuese suyo.

Comenzó a seguirles por las calles a una distancia prudencial, hasta que llegaron a una casa de baños, donde parte de los guardias se quedaron fuera vigilando la entrada mientras el resto les acompañó dentro. Quizás Shinare, diosa de la riqueza, había puesto su ojo sobre Ankor; por otro lado, si lo había hecho, entonces el otro que le miraba con una dedicada atención era Hiddukel, dios de la codicia. Si había conseguido atraer la atención de no uno, si no dos dioses, más le valía hacerlo bien antes que ser objetivo de sus respectivas iras.

Entrar a la casa de baños fue terriblemente fácil. Esos guardias estaban demasiado mal pagados como para hacer su trabajo de manera eficiente. Una vez dentro, Ankor simuló ser un usuario más que simplemente quería disfrutar de un rato relajante. Enseguida vio un reservado con dos guardias en las puertas y del cual salía una melodía armoniosa. Decidió ir a la sala de baños de enfrente, donde pudo observar sin levantar sospechas todo lo que ocurría.

A los veinte minutos, la oportunidad se presentó como un regalo de Olladra: el noble salió del baño y fue directo al vestuario acompañado de su séquito de guardias, mientras que la mujer se quedó esperando en la sala donde estaba, con el laúd apoyado en la pared. Ankor salió del baño rápidamente, recogió sus cosas en tiempo record y se abalanzó hacia la habitación con la discreción que solo un pícaro podía tener.

Lamentablemente, todo cúmulo de suerte tiene un final, y a Ankor se le acabó en el peor momento posible: justo cuando estaba a punto de coger el laúd y salir por patas, la mujer fue a recogerlo al mismo tiempo, descubriendo su mano oculta y al dueño de la misma, desvelándolo de la invisibilidad que le protegía.

– ¡Eh! ¡Qué es esto! ¡Quién eres tú!

– ¡Mierda!

– ¡GUARmmmphh! – rápidamente Ankor puso su mano en la boca de la mujer para evitar la atención de los guardias.

– Escucha – susurró Ankor. – Yo no quiero hacerte daño, solamente quiero el laúd. Si me dejas llevármelo, no te haré ningún daño.

El equilibrio dentro del universo es caprichoso, incomprensible, y sobre todo inoportuno. Tras la racha de buena suerte acumulada durante las últimas semanas había que mantener un equilibrio, y eso se transformó en un guardia volviendo a la sala en ese mismo momento. Tirando de instinto antes que evaluando sus opciones, Ankor agarró el laúd y se lo lanzó directo a la cabeza del guardia. Gracias al calor de la sala, llevaba el casco quitado. Para aumentar su mala suerte, el guardia llevaba el casco quitado… sujeto debajo del brazo. Este cúmulo de situaciones tuvo una serie de transformaciones inmediatas: la primera fue el cambio de estado del laúd: concretamente, de sólido a astillas; la segunda ocurrió en la mente del guardia, de consciente a inconsciente; y la tercera y última fue en el casco, de metal temperado a campana resonante digna de una catedral gótica (debido a su contacto inmediato con el suelo).

¿Sabéis ese momento en el que hacéis un comentario indebido a la vez que se hace el silencio en la sala y todo el mundo lo escucha? Bueno, pues algo así ocurrió en ese mismo momento en los baños. Ankor tal vez no fuera el más listo de la clase, pero el instinto de supervivencia lo tenía desarrollado a un nivel superior a la media, y sabía que esa fatídica casualidad significaba que un tropel de guardias iban a aparecer en cualquier momento, por lo que salió corriendo inmediatamente al refugio de la calle y sus múltiples callejones.

– ¡Eh, vuelve aquí! – gritó la chica, que salió corriendo detrás de él.

Tras salir del edificio y recorrer una distancia prudencial de manzanas, Ankor de detuvo para recuperar el aliento y poder maldecir su mal hacer al permitir que dominaran la situación sus instintos. Mientras intercalaba jadeos con exabruptos, apareció doblando la esquina la chica que tocaba el laúd.

– Por… fin… te… encuen… tro… – jadeó apoyando las manos en sus rodillas, casi echando hasta la primera papilla.

– ¿Te encuentras bien?

– No… ¿Por qué… has… destruido… mi laúd… ?

– La culpa es tuya por haberme descubierto. De no ser así, ahora mismo tendría un objeto de valor incalculable que ya estaría tasando y vendiendo. – refunfuñó Ankor.

– ¿Valor incalculable? – se empezó a reír una vez había recuperado el aliento y la compostura. – Por favor, que ese instrumento me costó 50 piezas de cobre. ¿Qué va a ser valioso?

Ankor se sintió confuso por un momento. Comenzó a balbucear:

– ¿Me… me estás diciendo que no era un laúd mágico?

– ¡Qué va! Si fuera mágico, ¿crees que estaría al servicio de aquél imbécil?

– Entonces… ¿no valía nada?

– ¡No!

El pícaro se sintió confuso e idiota a partes iguales. Comenzó a marcharse del callejón cuando la chica le llamó la atención.

– ¡Espera! – se giró para ver qué quería, mientras reordenaba mentalmente sus pensamientos y prioridades. -¿Puedo ir contigo?

– ¿Por qué quieres venir conmigo? – contestó extrañado.

– Por la misma razón que has venido a robarle. Porque estaba ganándome su confianza para robarle un objeto mágico que estaba en su posesión… Pero, al empezar a servirle como coartada para aprovechar el momento oportuno y actuar, descubrí que lo que buscaba estaba encantado por él mismo, pero era un objeto mundano sin más… y ya no sabía cómo escapar de allí, hasta que tú me has brindado la oportunidad ahora.

– ¿Y por qué iba a querer una compañera ahora?

– Porque sabes tan bien como yo que te has sentido atraído por algo que no era lo que realmente era, y estás molesto por ello. Además, creo que ahora mismo me he quedado sin empleo…

Ankor refunfuñó por lo bajo y comenzó a marcharse. Ella le siguió de cerca. No se lo impidió.